SOBRE LA ESENCIA DE LA OBRA DE ARTE (Tolstoi, Guardini y Heidegger)

Bernat Roca 


«La revelación final es que la mentira, contar cosas bellas y falsas, es el verdadero objetivo del arte.»
Oscar Wilde, La decadencia de la mentira (1891)

El debate sobre el arte y la belleza se remonta a los orígenes de la cultura occidental: la antigua Grecia. Antes de desarrollar mi argumentación quiero exponer las tres concepciones de la belleza que tenían los griegos para, al estilo de Joseph Ratzinger, empezar mi exposición con una genealogía de los valores y las palabras.

Qué es lo bello?

Sin duda es difícil entender el arte sin la belleza, a pesar de que hay arte feo y acerca de la fealdad (véanse las obras de Umberto Eco: Historia de la belleza e Historia de la fealdad). Pero sin duda, la belleza ha sido el gran objetivo del arte.

Los griegos desarrollaron tres conceptualizaciones diferentes de la belleza:

La concepción pitagórica: la belleza como armonía matemática, simetría y perfección y equilibrio de las partes. El número áureo, por ejemplo, sería parte de esta concepción de lo bello asociado a lo sagrado, un orden que el hombre descubre tras la apariencia de las cosas.

La concepción sofística: la belleza como truco, como engaño para conseguir un fin: cautivar al espectador, sacudirlo, atraparlo y, en definitiva, crear un hechizo que sea un fin en sí mismo. Esto último podría conectarse con el concepto contemporáneo de l’art pour l’art.

La concepción socrática de belleza como esplendor de la verdad, como expresión de unos valores morales. Lo bello es además verdadero y, por lo tanto, una expresión de lo bueno. Esta concepción sería la más parecida a la teorizada por las religiones cristiana y musulmana. El arte al servicio de un mensaje moral para la humanidad y como herramienta para educar en la moral a los hombres. 

Una vez hemos definido la belleza, vemos que hay varias maneras de entender el arte que surgen de estos tipos de definición de belleza, quizás tantas como artistas. Los tres enfoques de Tolstoi, Guardini y Heidegger son diferentes, aunque pueden tenderse puentes entre ellos de manera que no nos queden islas separadas, tres visiones aisladas, sino un archipiélago de lo creativo que tiene una cierta unidad. En los tres se intuye una concepción sagrada del arte, quizás menos en Tolstoi que trata de acercarlo al pueblo y sin duda tiene una consideración ética y socrática del arte (eso se transmite por el contexto de su obra: la Rusia en vísperas de las grandes revoluciones del siglo XX). La sombra del marxismo es alargada, aun a pesar que no fuera un autor marxista y ser profundamente cristiano. Tolstoi expresa un cierto desprecio por el arte como fenómeno burgués, es decir, como arte elitista y clasista. La ópera como escenario del juego de roles sociales, con los obreros trabajando a destajo en los teatros para el lucimiento de unos pocos. El arte no puede ser elitista con la excusa de que es para unos pocos elegidos. Para Tolstoi esta concepción del arte elitista no puede ser verdadera pues los hombres sencillos de antes comprendieron las mayores obras de la literatura universal. El Génesis, los Evangelios, los cuentos de hadas, las leyendas y canciones populares. El arte como CULTURA (en sentido decimonónico) es algo esnob y despreciable cuando se utiliza para la finalidad exclusiva del pavoneo social. Esto puede aplicarse perfectamente a la cultura en (de) la posmodernidad, en cierto modo retomando los debates de Horkheimer, Adorno y Walter Benjamin). 

La distinción entre literatura y narrativa también se ha desarrollado en pleno siglo XX. Antón P. Chéjov expone la necesidad de narrar el mundo como es (1). En Romano Guardini, filósofo y teólogo alemán de origen italiano, encontramos la idea del artista como cocreador del mundo: en cierta manera, el mundo existe porque él lo crea. Guardini tiene una visión del mundo en que los dos polos de la existencia de un hombre son hacia “adentro” y “arriba”. Es en estas dos dimensiones donde el hombre despliega su Ser, ya que se eleva y se interioriza (2). Guardini está hablando en general, pero, si lo aplicamos a esta divagación, vemos que tiene sentido y, en cierta manera, concuerda con su pensamiento estético (y fundamentalmente ético, ya que Guardini, como buen platónico —o mejor dicho, socrático—, no ve distinción entre valores y arte). La belleza solo puede ser el esplendor de la verdad. El artista es pues un ser especial, según Guardini (según el texto Sobre la esencia de la obra de arte que da nombre a mi entrada), ya que es tocado por el mundo a través de los objetos sensibles y eso le interpela a crear y recrear el mundo, muchas veces para transformarlo. Esta necesidad surge del anhelo de una existencia perfecta que no existe. Es el arte, en definitiva, una vasta aspiración, como expone John Steinbeck al referirse a la literatura en su prólogo del libro sobre los hechos del rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda. En Martin Heidegger encontramos una reflexión más a la intemperie, asumiendo en cierta manera la muerte de Dios o, como mínimo, el olvido de Dios. Los dioses, como nos recuerda Hölderlin, han abandonado el mundo. Hércules, Dionisio y Cristo han partido. Y para Heidegger eso explica porque Rilke lleva razón cuando dice que el poeta vive en tiempos de penuria. Eso es algo lógico y verdadero (o, mejor dicho, necesario). Esa penuria en cierta manera encaja con lo que expone Guardini al final de su reflexión. El hombre se esfuerza para llegar a ese estadio de perfección, se debate en una lucha titánica consigo mismo en la creación artística, como creador y recreador del mundo y de mundos infinitos como su imaginación. Pero todo este mundo humano es frágil y siempre está al borde de derrumbarse. Y se derrumbará. "Vamos a morir, y esto es una suerte". Richard Dawkins empieza con esta provocadora frase su célebre ensayo Destejiendo el arco iris (3). Dawkins quiere provocarnos desde el minuto uno, dando a entender que morir significa haber tenido la suerte de existir entre millones de posibilidades de no haber nacido. 

Puede la ciencia destruir la belleza?

Esa es la pregunta que afronta Dawkins en su ensayo, en una especie de respuesta, casi dos siglos después, al poema Lamia, de John Keats, donde el poeta inglés se pregunta si Newton destruyó con su explicación científica (al descomponer la luz con un prisma) toda la belleza poética y evocadora del arco iris. Veamos el poema de Keats:

Do not all charms fly At the mere touch of cold philosophy?/ There was an awful rainbow once in heaven:/ We know her woof, her texture; she is given/ In the dull catalogue of common things./ Philosophy will clip an Angel's wings,/ Conquer all mysteries by rule and line,/ Empty the haunted air, and gnomed mine -/ Unweave a rainbow, as it erewhile made/ The tender-person'd Lamia melt into a shade (4).

La tesis de Dawkins es que la ciencia no destruye la belleza del mundo, sino que revela la verdadera belleza del mundo natural. Dawkins, ateo a fuer de Darwinista, trata de conciliar el desencantamiento del mundo con la posibilidad de ver belleza en él. De alguna manera se acerca a la concepción pitagórica, pero sin la divinidad de los pitagóricos y neoplatónicos. En contraposición a esta concepción materialista, Guardini cree que el final del mundo llevará a los hombres a ver el auténtico mundo. Ese mundo que Cristo, el “hombre nuevo”, ha permitido a los hombres ver con su mensaje, para encontrarse con el sentido final de las cosas. Algo que el arte trata de captar sin éxito absoluto, pues lo inefable está más allá de esta realidad material. La naturaleza numinosa del mundo no permite captar las cosas como son sino como aparentan. 

El arte consiste muchas veces en coger un pedazo de la vida, un fragmento de la existencia, y presentarlo como si fuera la cosa más importante del mundo. Eso es algo que podemos ver en los cuadros intimistas y cotidianos de Vermeer.  Ese mundo de la burguesía comercial holandesa del siglo XVII ya ha desaparecido. Seguro que estaba cerca del teatro humano de las novelas de Chéjov o Tolstoi o Dostoyevski, con sus pasiones demasiado humanas, a pesar de que Vermeer nos lo quiera presentar como un remanso de paz en medio de una época turbulenta, como demuestra Michael Taylor en su libro La mentira de Vermeer (5). El genio neerlandés trataba sin duda de elevarse y elevarlo hacia lo eterno, lo inmortal. Todo arte no es más que un intento de sortear la finitud, de buscar una hendidura en el espacio-tiempo y así incardinarse y clavarse como un ancla para que el temporal del devenir no se trague el frágil barco en el que navegamos. Pero Guardini y Dawkins, desde posiciones muy diferentes, antagónicas, llegan al mismo sitio, al punto de encuentro, el bivium (la encrucijada o cruce de caminos), como dos coordenadas cartesianas que se encuentran en una gran cruz: vamos a morir, y esto es una suerte. A pesar de toda esta tragedia, inherente a la existencia, hay belleza en el mundo, y el arte nos lleva a esa belleza, creamos o no en Dios y en su magna obra. LA GRANDE BELLEZZA. "Més resta sempre el monument de Déu", canta Verdaguer al terminar su obra La Atlántida. Y la tormenta, la ventisca, el odio y la guerra no lo tirarán nunca a tierra, no podarán el altivo Pirineo, concluyendo así el poeta catalán su canto épico.

Llegamos aquí finalmente a Kant, culminación de la idea griega de filosofía como aventura del saber (Sapere Aude, atrévete a saber, lema de la Ilustración), y su distinción entre lo bello y lo sublime. La obra de arte humana es perecedera y, por lo tanto, efímera, mientras que la obra divina es eterna, sujeta al cambio, pero siempre renaciente. Quizás es por esta razón que, a medida que envejecemos, tendemos a valorar más la naturaleza como fuente de sosiego y de belleza. Preferimos la naturaleza a la bulliciosa civilización porque la ciudad que nos vio nacer o que conocimos a través del arte (libros, pinturas o cine) ya ha cambiado: el New York que visitamos no es el de Woody Allen ni París es ya el hogar de Víctor Hugo o Baudelaire; tampoco Madrid es ya el de Goya. Todo pasa y nada permanece. La naturaleza nos acoge como una Gran Madre, incluso se nos impone como en un cuadro de Turner. Nietzsche caminando solo y feliz por los Alpes en Sils Maria. La naturaleza nos ofrece esa imago de eternidad que contrasta con nuestro cuerpo ya marchito; el alma eterna se reencuentra a sí misma en la naturaleza como espejo que nos devuelve una bella imagen de nosotros mismos. Y nosotros somos, entonces, como narcisos, enamorados de nuestro propio reflejo en lo divino. Quizás por eso el autoreferencial Dalí pintó tan bella la eternidad  en el claroscuro de El Crist de Portlligat (Cristo de San Juan de la Cruz): el Dios hecho hombre en un escorzo imposible (tal como lo imaginó Juan de la Cruz) y la naturaleza eterna del Cabo de Creus. Deus sive natura.  


(1) Antón P. Chéjov, Sin trama y sin final (Barcelona: Alba editorial, 2016). Es una recopilación de fragmentos en cartas y textos de consejos o reflexiones sobre al escritura y el hecho narrativo seleccionado y editado por Piero Brunello.

(2) Romano Guardini, La muerte de Sócrates (Madrid: Ediciones Palabra, 2016), 10.

(3) Richard Dawkins, Destejiendo el arco iris (Barcelona: Tusquets, 2000), 17.

(4)
¿No vuelan todos los encantos ante el mero toque de la fría filosofía?
Hubo una vez en el cielo un arcoíris terrible:
Conocemos su trama, su textura; se le da
En el aburrido catálogo de las cosas comunes.
La filosofía cortará las alas de un ángel,
Conquistará todos los misterios por regla y línea,
Vaciará el aire embrujado la cueva del gnomo
Desteje un arco iris, como antes hizo
El Lamia tierna se fundió en una sombra.

5- Michael Taylor, La mentira de Vermeer (Madrid, Vaso Roto, 2012).